viernes, 21 de julio de 2017

Siestas de holganza

El verano, para nosotros, comenzaba una vez que habíamos pasado el trago de recibir las calificaciones escolares. Durante días acechábamos la llegada a nuestras casas de aquel hombre educado y bueno, Adolfo; para nosotros, portador de incertidumbres, enviado por el colegio de los franciscanos y que era el garante de que nuestros padres fueran informados sobre el severo juicio de nuestra trayectoria escolar durante el curso.  Entre San Antonio y San Juan, deambulábamos, avizores de la presencia del temido mensajero o socavando información sobre su itinerario del día anterior. Cuando se consumaba el comunicado y había pasado la tempestad para los que habían cosechado calabazas, llegaba nuestro verdadero asueto. Ello sucedía después de las fiestas de San Juan y se alargaba hasta pasada la feria de San Bartolomé, finalizando el mes de agosto. Hasta entonces cabalgábamos desbocados por nuestra torpe y amartelada pubertad, sin cuaderno de ruta, sorteando vigilancias y agradeciendo al sol su complicidad a la hora de la siesta.


En la hora de la siesta de los meses de julio y agosto el pueblo quedaba bañado por un sol de justicia que sumía a sus habitantes en un estertor fatigoso, que obligaba a plegar los cuerpos para reposar en las mecedoras colocadas en los rincones de las salas más escondidas de las casas, o en colchones de lana mullida, unos, o rellenos de borra o farfolla, los más desamparados. Desde las tres y media hasta que los cuerpos se recomponían o reaccionaban a la humedad del pegajoso sudor que irremediablemente los envolvía, todo quedaba en silencio, sólo quebrado por los cansinos cantos de jilgueros, canarios y colorines que, a la sombra, colgaban cautivos de sus jaulas en los patios y balcones de las casas vecinas.

Todos sucumbían ante ese padecimiento diario, menos los muchachos adolescentes —zagales se nos llamaba por aquellos lares de la campiña andaluza— que, aprovechando aquel sopor generalizado abandonábamos cautelosos las casas, no sin antes responder al “¿adónde vas?” de la madre con un tímido “¡a la calle!”, si es que éramos delatados por el chirrido de alguna inoportuna bisagra de la puerta que abría paso hacía el tiempo invigilado.

Cruzar el umbral de la puerta nos conducía a un espacio de libertad mágico en el que pasábamos desapercibidos para todos. No existían proyectos, más bien se trataba de deambular juntos por aquellas calles, plazas y plazoletas desoladas durante unas horas por el fragor de la calina, apartados de la supervisión severa de los mayores e improvisando actividades nimias y poco originales.


El punto de encuentro solía hallarse en los escalones de entrada a las casas del principio de la calle Puerta de Jaén, aprovechando el agradable frescor que proporcionaban a nuestras posaderas las piedras de mármol que los cubrían. En aquellas horas de canícula, en la desolada plaza, en lugar de silencio, tronaba ensordecedor el canto coral de las chicharras que, agazapadas en los árboles y arbustos del jardín, buscaban su feliz apareamiento estival mientras subía y subía el nivel de decibelios de su monótona sinfonía. Por su parte, los cernícalos se dejaban caer desde sus nidos de la enorme roca de la Peña para quedar suspendidos de sus alas, de azul grisáceo, desplegadas a la altura del erguido campanario de Santa Marta, al acecho de gorriones desaprensivos que saltaban alegres desde las copas de los árboles a la cima de las palmeras que marcaban los cuatro cuerpos del jardín.

Nosotros, ajenos a la libido de aquellos insectos y a la actividad depredadora de las aves, buscábamos la sombra de los bancos cercanos al templete en el que la banda de música municipal alegraba las noches de los días festivos. Allí, amparados en el anónimo refugio que proporcionaban los rosales y los setos de arbustos aromáticos del jardín, dábamos disimulada cuenta de cigarrillos ‘bisonte’ que furtivamente adquiríamos por unidades en el quiosco de Domingo, situado junto a la entrada de la plaza de abastos y al precio de dos reales, importe que había que sisar disimuladamente del monedero de nuestras inocentes madres. 


Nunca pasaba nada. No se hablaba de nada trascendente. Se trataba sólo de vivir en la clandestinidad por unas horas, ajenos a todo aquello que estuviera fuera de aquella pequeña manada adolescente. Tras el cigarrillo invadíamos discretamente el pequeño y, por entonces, distinguido Círculo de la Amistad con el beneplácito de Ignacio, el bueno del conserje, y repasábamos las páginas de los diarios ABC y Pueblo en busca de las noticias del Tour de Francia. Analizábamos minuciosamente sus larguísimas clasificaciones, sin llegar a adivinar las razones exactas por las que Poulidor fuera el eterno segundón de Anquetil, o si nuestro Federico M. Bahamontes asaltaría de nuevo el pódium en los Campos Elíseos de París. Ignacio nos permitía ocupar aquellas elegantes sillas de respaldo circular y jugar al ajedrez en enormes tableros sobre los que distribuíamos cuidadosamente las 32 piezas para entablar enconadas partidas, siempre respetando el silencio exigido por el señor Paco, el único habitante adulto del casino en aquellas intempestivas horas, quien, mientras  degustaba su taza de café servida desde el próximo Círculo de La Paloma, permanecía abstraído en su misteriosa ceguera aliviada por el vientecillo del ventilador que colgaba del techo.

Nuestra aventura de la siesta terminaba con la llegada de los primeros socios, pulcros y acicalados, inundando el ambiente con la fragancia de Varon Dandy. Tras un “buenas tardes, señores”, buscaban la lectura de los diarios o la refinada escalera que conducía al salón de la planta superior y en el que nunca supimos que es lo que ocurría hasta la llegada de la noche. Entonces, nosotros desfilábamos, disciplinados, hacia la plaza, mientras por la cortina de chapas de la confitería escapaban de las ondas radiofónicas canciones de Billy Cafaro o de Nat King Coll. Mañana sería otro día para la holganza.

* * *
A.J.G.G.



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2 comentarios:

  1. Precisa evocación de tus años mozos, muy parecidos a los que 24 km viví yo.
    Creía que este blog estaba inactivo desde hace milenios, pero veo que está más literario y evocador que nunca.

    En la web de Muñoz Molina colé un texto evocando aquellas penumbras de nuestras adolescencias.

    http://antoniomuñozmolina.es/2011/07/2452/

    Un abrazo, abuelo Antonio.

    AG

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    1. Ya ves. A medida que el tiempo se nos escapa, los recuerdos se vuelven más pertinaces.

      He leído tu relato y la verdad que, en el fondo, éramos poco originales o nos parecíamos bastante. Me ha encantado.

      Un fuerte abrazo.

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